Un día mi padre me dijo: haz lo que ames y no te detengas. Yo le hice caso y ahora cuento cuentos.
Cuando
yo tenía 9 años y estaba en la primaria (en un colegio nacional que ya
no es nada de lo que fue en aquel tiempo) solía reunirme con mis
compañeras en un rincón del salón, cerrábamos las puertas y empezábamos a
contarnos historias durante todo el recreo o a veces aprovechábamos las
ausencias de algunos docentes para seguir con esta costumbre (con tanta
huelga nuestras reuniones se hacían extensas e intensas).
Antes
podíamos hacer esto, no existía ningún medio tecnológico que llamará
más nuestra atención que la propia voz humana, de allí que nacieran en
mí las ganas de escribir historias que sonaran tan vivaces como las que
escuchaba esas mañanas. Solo por ese pedazo de tiempo valioso valía la
pena levantarse tan temprano para ir al colegio.
En
la secundaria mi pasión se extendió hacia la poesía, seguíamos contando
historias, pero los relatos dejaron de ser historias vivenciales para
pasar a ser resúmenes de películas que maravillosamente llegaban a
nosotros gracias al vhs. La poesía me atrapó y no había actuación
escolar donde yo no saliera a mostrar mis dotes de declamadora, a veces
de presentadora y otras de actriz de sketch.
Lo
artista me viene de mi padre, él era pintor y aunque no ganaba lo
suficiente, no dejó nunca de hacerlo, la casa de mi madre siempre tuvo
los más bellos cuadros que gritaban que en esa casa habitaba un artista,
pero en ese tiempo y en esa zona esta historia no valía ni un centavo.
Mi madre solía renegar todo el tiempo pensando que ella debía trabajar
más porque el arte no daba de comer.
Mi
padre murió cuando yo tenía 7 años y los recuerdos que me dejó no se
borrarán jamás. Él me dejó una gran herencia: su arte; recuerdo
claramente el día que le dije a mi madre que estudiaría teatro, ella no
me habló por unos días y luego me aclaró que si quería estudiar algo que
ella pagaría teatro sería lo último de la lista: "eso no te dará de
comer", "cómo crees que vas a vivir de eso". Mi madre le llamaba "eso"
al teatro y lastimosamente por mi poca seguridad y mis negados ahorros
debía regirme a estudiar algo que tendría una recompensa final para la
familia.
Pasé
un año en trompo sin saber que hacer, postulé a la San Marcos y nada,
estudié un año la carrera de Administración en un instituto y aunque
siempre fui buena alumna nunca me terminó de llenar. Gracias a la
insistencia de una prima mía me atreví a lanzarme y estudiar con ella
Educación en el área de Lenguaje y Literatura (la mejor de las
opciones), nunca pensé que esta carrera me pudiera dar tanto de lo que
jamás pensé.
Se
me abrió un mundo maravilloso lleno de libros e historias que llenaron
mi mente de imaginación, me encontré con almas gemelas que comprendían
mi ser creativo, cada clase era un reto nuevo, volví a aprender a
escribir y a leer de una manera totalmente distinta, mis compañeras me
enseñaron a revalorar un libro y una propuesta. Los años estudiando me
mostraron que no sólo existía una manera de llegar a un estudiante, sino
que habían muchas y que no podía rendirme frente a un grupo difícil que
había una fórmula para llegar a ellos, sólo había que ir más allá.
Yo fui más allá, los
libros fueron mis mejores aliados, mis propinas eran pocas y me las
gastaba comprando libros durante muchas horas al día en la av. Grau
(antiguo espacio para la adquisición de libros usados), cuando este
lugar dejó de existir me trasladé a Amazonas, otro rincón maravilloso
para encontrar libros valiosos que ni los vendedores sabían que poseían y
claro no podía dejar de ir a Quilca y seguir con mi adicción, el
consumo lícito de libros llenó mi casa, se llevó todos mis ahorros y
hasta me alejó de mis amigos. Esta adicción lo valía.
Con
libreros armados y libros bajo el brazo ya estaba lista para iniciar un
camino sinfín. Apliqué muchas técnicas y algunas me resultaron, la más
gloriosa fue la de contar historias adaptándolas, mis alumnos quedaban
fascinados y luego había que buscar el libro que pudiera cautivar a un
nuevo lector. Recuerdo a una directora de un colegio donde laboré decir
que yo podía hacer leer hasta a las piedras y eso fue un motor
alucinante
que me permitió continuar con mi labor, dejé las aulas y me dediqué a
aquello que siempre amé desde pequeña contar historias, aquéllas que
encontraba en los libros que leía
en cualquier espacio que me diera luz.
Ahora
soy una narradora oral, no utilizo más herramientas que mi voz, a veces
me preguntan por qué no llevo más materiales al contar un cuento y yo
respondo que los objetos en algunos casos no son necesarios si el fin es
provocar al máximo la imaginación. Otros me preguntan por qué sólo
cuento historias provenientes de la literatura y no las de tradición
oral; ante esto sólo sonrío, luego comento que yo no puedo dejar de
hablar de mi primer amor y creo que nadie lo hace. Yo no recibí las
historias de labios de mi abuelo o de algún pariente en las zonas
centrales del país, yo lo recibí de los libros y decidí narrar gracias a
Oscar Wilde, Shakespeare, Dostoievski, Horacio Quiroga, Julio Ramón
Ribeyro, García Márquez, etc. No dejo de lado aquellas historias que
pululan en nuestras provincias, por allí tengo algunas que guardo y
comparto con mucho cariño, pero soy conciente que para narrar tradición
oral mi vida debería ser mucho más mística y yo no soy así, yo
simplemente soy una narradora que gusta de una historia y se muere por
contársela al mundo venga de donde venga.
Y sólo diré algo más para concluir, si tú eres de los que no acostumbra leer, pues te comento que con los libros pasa lo mismo que con el amor, el primero tal vez no fue el mejor, pero no desistas que tal vez aún no has encontrado el libro indicado, una vez que lo encuentres te aseguro que el amor será para siempre.
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